PRODUCCIÓN LITERARIA: CUENTÍSTICA

 A MANERA DE PRÓLOGO

Betuel Bonilla Rojas


¿Cuál es, solemos preguntarles a nuestros guías literarios, ese libro de cuentos al que podríamos considerar redondo, es decir, aquel en el que todas las piezas encajan a la perfección en un proyecto estético, sin que una pieza u otra desentonen dentro del conjunto? Pregunta difícil esta, suelen responder. Porque todos tenemos, en mayor o menor número, nuestra propia antología del género, casi siempre compuesta por cuentos sueltos, por pequeñas piezas producto de un instante de revelación, de máxima lucidez creativa.

Y dentro de esta pequeña lista de colecciones casi perfectas sobresalen El llano en llamas, de Juan Rulfo; Las armas secretas, de Julio Cortázar; El aleph, de Jorge Luis Borges; Nueve cuentos, de Jerome David Salinger; Si me necesitas, llámame, de Raymond Carver; Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Láinez; El hombre al que amó y otros cuentos, de John Cheever, y algunos libros más. Son pocos, sin duda alguna.

La exigencia del género, la extensión del mismo y la diversidad en los momentos de elaboración hace de todo libro de cuentos un algo extraño, un algo incierto en el que armamos piezas con la meticulosidad de un relojero sin saber muy bien hacia qué lado vayan a parar las agujas. Corremos el riesgo, algo de lo cual está a salvo la novela, por ejemplo, de que si una pequeña pieza del sistema se afecta el sistema todo colapsa, fracasa. Y ese es un riesgo de todo aquel que escribe cuentos, que sigue obstinadamente escribiendo cuentos.

Ya las editoriales nos gritan hasta el cansancio que quieren novelas, que los cuentos pertenecen a un anticuario de románticos obnubilados aún con alcanzar los niveles de esos que acompañaron su formación como lectores. Por eso, ver un conjunto de cuentos completo, con unidad temática y pensado como libro, es un hecho milagroso, es una dura batalla para resistir el formato cinematográfico, que tanto caló en la mente de los editores.

Y lo primero para resaltar en el libro de José Luis, justamente, es su unidad temática. Aquí el sistema funciona a la perfección. Y ese eje transversal es el conflicto, el conflicto en toda su crudeza y barbarie. A veces el conflicto es el protagonista. Vemos entonces sus episodios atroces y sus víctimas. Vemos sangre fluyendo incansable, y calles presenciando batallas fratricidas. Quedan odios circulando, cicatrices que quizás nunca sanen. El escenario es el campo, o las ciudades recién colonizadas por el traslado masivo de campesinos huyendo de la guerra o atraídos por la modernización de los primeros cincuenta años del siglo XX. Pero a veces el conflicto es telón de fondo, y entonces aparecen en primer plano escenas urbanas, modernas, ambientadas en una atmósfera en la que la tecnología se constituye en la realidad más inmediata del hombre. Es decir, entonces, que bien pudiéramos pensar que el tiempo, analizado en su sentido diacrónico, también estructura este conjunto de relatos.

Léase bien, prefiero llamarlos relatos, no cuentos. Hay en ese pequeño giro lingüístico una razón de peso. Quizás los primeros textos: “Eutimio”, “Hostigamiento”, “NN”, “La noche de los panfletos”, “A tientas”, y lo que José Luis llama minicuentos, son en realidad piezas narrativas con una estructura cuentística. En éstos, el conflicto aparece en su dimensión más plena y alcanza momentos de tensión bien elaborados. Sentimos los personajes, nos los imaginamos de carne y hueso, desarraigados, nos entrometemos en esos destinos un tanto aciagos que les tocan. Las demás piezas constituyen una variedad de propuestas, entre anécdotas, viñetas históricas, crónicas o cuadros semicostumbristas, inscritos dentro de una tradición picaresca o de mero divertimento. También se intenta conferirles una estructura cuentística, pero la ejecución impide que esto se realice a plenitud. Noto que cuando el conflicto se hace lejano, como tema y no como tiempo, como simple principio de causalidad o como referencia, lejana o inmediata, los textos pierden en tensión. Pierde el conflicto; pierde el género.

Y en esos primeros ejercicios, a los que yo llamo cuentos auténticos, hay elementos técnicos y conceptuales enlazados con la mejor tradición de la temática. José Luis se vale de recursos harto trajinados pero que le vienen como anillo al dedo para la concreción de sus historias. Claro, es innegable que algunos autores salen inmediatamente como marcas ineludibles. Pero ya Epicuro, y luego Séneca, hablaron de que todo lo bueno hecho por otros nos pertenece. Nos vienen ecos del Rulfo de “Anacleto Morones”, de “La cuesta de las comadres” o de “Nos han dado la tierra”. También aparece García Márquez, el de “Un día de estos” o “La siesta del martes”.  Insisto, esas influencias son molestas, pero resulta imposible evitarlas. Y si están ahí lo mejor es que sirvan, que alienten.

Tal vez “Eutimio” sobresale dentro de este conjunto. Es una pieza mayor, un texto que no se agota en su forma y que aún, heredero de una larga tradición, constituye un ejemplo de cómo asumir con riqueza estilística la materia narrativa. En este cuento el autor se vale de recursos como el diálogo usado en su más aprovechada extensión, el monólogo exterior y la polifonía. Siempre, eso es recurrente en el libro, el narrador, sea en primera o tercera persona, da la impresión de ser apenas un enviado del colectivo, una especie de corifeo arrojado por el resto del coro popular para anunciar la tragedia. Y esa estructura coral es propia de lo rural, y aquí hay un gran acierto en el libro. Por eso insisto en la presencia de Rulfo, en el inteligente juego de voces variadas que tornan ricos varios de los cuentos.

Otros dos aciertos de José Luis como narrador tienen que ver con la denominación de los personajes y la construcción de un plano de conjunto para poner a moverse a sus criaturas. En el primer caso la riqueza fonética de los nombres hace que nos sintamos en un pueblo, que olfateemos la plaza y las veredas llenas de vegetación y animales. Los personajes se llaman Eutimio, o Justino, o son designados con el mote que les ha designado el colectivo. Nada hay tan bien pensado, y eso lo sabe José Luis, como el alias dado por un campesino. El segundo elemento tiene que ver con la manera en que José Luis funda un territorio común a sus criaturas. Vemos a Eutimio, como personaje, hacer parte no de una historia, sino de un mundo, de una realidad más amplia que el simple hecho cuentístico. Claro, eso también lo hizo Balzac con su Lucien de Rubempré, Rastignac o Vautrin, en París; o Faulkner y sus Sartoris, su Temple o su Gavin Stevens, en Yoknapatawpha; o García Márquez y su coronel, en Macondo; o Juan Carlos Onetti y su Larsen, en Santa María. 

Pero en eso no existe incomodidad alguna. Hay momentos en los que nos sentimos parte de un cosmos parcelado por manos humanas. De un lado moran los paramilitares; del otro, los guerrilleros; del otro, las fuerzas del Estado. Y en medio las víctimas, inermes, presas del abandono y las injusticias, de los excesos de todas las fuerzas. Por eso los personajes van y vienen, vuelven en la memoria, se resisten a partir porque acaso fueron despojados a las malas de algo que les pertenecía.

Quizás, pensando en esto último, veo en el libro de relatos de José Luis un tercer eje unificador, un tercer elemento común, una preocupación ética que se asoma en cada historia, en el conjunto. No importa que sobrevenga una derrota, y luego otra; no importa que la modernización nos desintegre, nos saque del núcleo familiar, nos vuelva ajenos a nuestros pueblos y nos globalice sin apenas percatarnos. Nos queda algo, nuestros recuerdos, nuestra memoria, nuestra particular manera de contar, nuestros murmullos colectivos. Sólo eso, parece decir José Luis, el pasado hecho realidad mediante la memoria, nos puede salvar.









EUTIMIO



“Ahí viene de nuevo”, dijo Happy, con la voz ronca por la gripa. “En media hora es la cuarta vez”, agregó Potte sin voltear a mirar.  “Son diez años en lo mismo”, concluyó Don Hernán mientras se alisaba el bigote con los dedos de su mano izquierda.

Todos volteamos a mirar, incluido Don Jaime, quien barajaba las fichas de dominó. Eutimio llegó con paso cansado, portando un blue jeans ordinario y una camisa raída. De su cabeza sobresalía un mechón en desorden. Traía la cara demacrada por el insomnio y los ojos brotados, irritados, pegados al piso. Llegó hasta la casa de Doña Isabel. Se arrimó a la ventana y se hundió en su eterno soliloquio. “Dejémonos de vainas…con tirarle piedras a la luna no sacamos nada…”. “¿Qué dijo?”, preguntó Potte, más con las manos que con las palabras. “El cuento de todos los días”, se burló Junior. “Hace rato se la estaba montando al doctor Laureano Gómez”, intervino Don Jaime con buen humor mientras se acomodaba la prótesis de su pierna derecha. “Pobre Eutimio”, agregó Don Hernán, “las malas juntas y la marihuana se lo tiraron. Él fue el mejor estudiante de su colegio. Pero le quebraron la testa”.

“¡No!, ¡no!, ¡no!, no me tiren al río que me ahogo!... ¡Sí!, ¡sí!, después de mi madre mi profe de tercero es la que más he amado. Era mi ángel de la guarda. Siempre adivinaba cuándo tenía hambre y me daba parte de su desayuno. Espero que Dios la tenga en su santa gloria. Todas las noches le rezo un Padre Nuestro y un Ave María por su alma. El que debe estar penando en este momento es el pobre Edumigio, le gustaba molestar las chicharras; les metía una ramita por el rabo y las soltaba dizque para que se fueran a chirriar y a morir a otro lado. ¡Él era jodido! No podía ver un murciélago porque le atarugaba un tabaco prendido y lo ponía a fumar como a un cristiano. Con los días el animal aparecía chamuscado. Cuando se le preguntaba, el muy descarado se reía sin compasión. En la escuela lo llamábamos el odioso; nadie lo quería. Les pegaba a los más pequeños y les faltaba el respeto a las niñas. Lo peor fue que se murió sin confesarse. Eso es grave. Lo dijo la semana pasada el curita Fernández. El cristiano debe confesarse mínimo una vez por semana. Si no lo hace y se muere, lo espera el infierno… Yo siempre me confieso, por si las moscas. ¡Ya!, ¡ya!, ¡ya!, ¡ya voy! ¿Por qué me demoré? Estaba viendo en el excusado la cara del director de la escuela. “No se meta en política, eso es cosa de adultos”, me dijo el ogro con su voz áspera y soltó la carcajada, dejándome las orejas ardiendo del pellizco que me dio el maldito… ¿Quién fue primero? ¿Dios, o los dinosaurios?, me preguntó mi sobrino cuando llegó de la escuela. ¡Pues Dios!, le respondí. Y antes que me crucificara de nuevo, lo mandé a comprar helados a la tienda”

Don Jaime repartió las fichas de dominó mecánicamente mientras todas las miradas estaban puestas sobre Eutimio. Como de costumbre éste suspendía su perorata cuando alguien cruzaba por el sector. Esta vez fue una adolescente sensual, quien con jeans descaderados y ajustados pasó desapercibida de la guerra interior que sostenía Eutimio. 

“¡Huuuuu!”. Exclamó Potte. “¿Quién pidió postre?”. “¡Esto es un bom bom bum!”, dijo Júnior con picardía y soltó la carcajada. 

Todos quedamos embelesados, menos Eutimio, quien asustó a la joven cuando repentinamente reinició su perorata diaria: “¡Mamá!, ¡mamá!, ¡dígale a Sofía que se encargue de mi sobrino, ya estoy jarto que me tomen de niñero! Es hora de que esa sinvergüenza asuma sus responsabilidades. ¡Otra cosa! ¡Otra cosa! ¡Póngale el ojo!... ¡Póngale el ojo! Me huele que otra vez anda en malos pasos, no sea que de nuevo le llenen de huesos la barriga. ¿Que se acabó el mercado? ¡Tranquila mamita!; ¡tranquila! ¡Dios aún no se nos ha muerto! ¡No nos puede quedar mal! Más rato le pedimos un adelanto a Don Matías”

Eutimio se retiró con la misma mansedumbre ovina con la que había llegado, ante el llamado estentóreo de su padre quien lo mandó a regar las matas del patio. 

“¡Pobre Eutimio, ya no tiene remedio!”, dijo Don Jaime. 

“Al contrario”, dijo Happy, “Eutimio se nos volvió un filósofo. Pero me suena la idea de que primero fueron los dinosaurios”.

“Con este monólogo Eutimio está cerca de reencarnar al filósofo Platón'', se burló Júnior. 

“¡Ya!, ¡ya!, ¡déjense de enredos metafísicos y de burlas!”. Intervino Ximena, la hija de Don Jaime. “¡Papá!, ¡papá!, es hora de su inyección de insulina”. “Lo cierto es que a nuestro filósofo lo fuimos a recoger la semana pasada a Trapichito”, dijo Potte. “Estaba deshidratado por el sol; consumido por la demencia. El comentario de “El Corrillo” es que lo vieron vagar horas y horas indeciso en el cruce entre Rivera y Campoalegre.

II

Cuando llegamos al barrio Santa Inés sentimos un aire de soledad. En la casa de Don Jaime no había ni un alma. La sala estaba atiborrada de botellas de cerveza desocupadas. Las fichas de dominó yacían en desorden sobre la mesita de juego. Después de escrutar la sala, de llamar varias veces al viejo sin respuesta alguna, salimos al parque. Con un gesto de asombro mi esposa me señaló un gentío que estaba aglomerado frente a la casa de Eutimio. Por el corrillo, Doña Flor y Doña Gladis supimos que habían encontrado el cuerpo de Eutimio en las afueras de Neiva, cerca del puente Santander como quien va para Palermo. Lo encontraron tirado en un rastrojo con muestras evidentes de tortura. 

Don Jaime, en medio de su ebriedad, nos saludó con un guiño afligido y aprovechando que la rezandera contratada por la familia iniciaba el rosario por el alma del difunto, nos llamó afuera, y aparte, nos contó con detalles las últimas locuras de Eutimio: “Después de dejar el hospital por la crisis de esquizofrenia, se adueñó de las plazoletas de la gobernación y del parque Santander. Con su verbo incendiario empezó por echarle la culpa de los males del país, a Gaitán, por haberse dejado matar antes de tiempo. Llamó “cuervos” a los “cacaos” porque desangran al país. Su demencia sobrepasó los límites el día que le echó pestes a la subversión, dizque porque su gobierno era tan malo como el de los godos y el de los liberales. Insultaba por igual a todo aquel que representara el poder. Potte se cagaba de la risa cada vez que le contábamos aquellos disparates”. 

Ya en la casa, Don Jaime desocupó una cerveza y se durmió. Entonces fue Júnior, bajo la sombra de los árboles del parque quien nos puso al tanto de las últimas andanzas de Eutimio:

“Don Hernán trajo el cuento hace un mes. Contó que la última vez que lo vio fue en el tropel de los vendedores ambulantes en la plaza de Los Libertadores. No pudo explicar cómo se infiltró en la protesta. Dijo que lo vio transformado, enloquecido, rojo por el sol del mediodía; corriendo como un demente y arengando con voz ronca en medio de los gases lacrimógenos. Por último, se subió a la estatua del toro. Colgó de los cuernos la bandera nacional, y como un lunático invocó a Bolívar dizque para que encabezará una segunda independencia”. 

 

III

El día del sepelio, mientras el cadáver de Eutimio era acomodado en la funeraria todos fuimos sorprendidos por una corona que lucía un texto insólito: “Si pienso, luego existo”. Nadie supo dar explicación del remitente. Alguien trató de quitarla, pero la patota del barrio se lo impidió. Hoy, seis meses después, este epitafio sobresale con letras doradas en una lápida, que tampoco nadie sabe quién la mandó a hacer. 


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